Reflexión 20 de Mayo

Buenos días en la Fiesta de San Bernardino de Siena.
Bernardino nació el 8 de setiembre de 1380 en Massa Marittima, de la noble familia de los Albizzeschi, una de las más ilustres de la Repú­blica de Siena.
Huérfano de madre a los tres años y de padre a los seis, fue criado por su tía materna, Diana, virtuosa mujer que sembró en su alma las semillas del verdadero amor a Dios, a su Madre Santísima y a los pobres. A los 11 años fue enviado a Siena para recibir una formación conforme a su ilustre apellido al lado de sus tíos paternos. Fue educado por los mejores preceptores de la ciudad.­
Iniciador del culto al Nombre de Jesús, San Bernardino de Siena fue también gran devoto de la Santísima Virgen y famoso predicador popular, alcanzó tal fama de santidad en vida que por su intercesión obró tantos milagros luego de su muerte, que mereció la honra de los altares apenas seis años después de su tránsito.
Amante en grado sumo de la virtud de la pureza, Bernardino, habitualmente respetuoso y ameno de trato, se incendiaba de indignación al oír cualquier palabra inmoral. A un hombre que osó decir una en su presencia, le dio una fuerte bofetada, que repercutió en toda la sala donde se encontraban. El libertino no tuvo la valentía de defenderse contra un frágil adolescente, prefirió la fuga, lleno de confusión. En otra ocasión, reclutó a niños para expulsar a pedradas a otro libertino que se jactaba de sus obscenidades.
Deseando entonces llevar una vida más recogida, mientras esperaba conocer los planes de Dios, se retiró a una casa en los alrededores de la ciudad donde se enclaustró, dedicándose a la oración y mortificación, ayuno y recogimiento. Cierto día rezando ante un crucifijo, Nuestro Señor le dijo: “Bernardino, tú me ves despojado de todo y clavado en una cruz por tu amor; es necesario, si tú me amas, que te despojes también de todo y lleves una vida crucificada”. Para ello, el joven se sintió inspirado para ingresar a la Orden de los Frailes Menores (Franciscanos), en el solitario convento de Colombaio, cerca de Siena.
Fue en la escuela de Jesús crucificado en la que el santo aprendió a practicar, en grado heroico, las virtudes cristianas, para lo que, día y noche se prosternaba ante un crucifijo. En otro momento, durante aquella meditación, Nuestro Señor le dijo: “Hijo mío, tú me ves clavado en la Cruz; si tú me amas y me quieres imitar, clávate también a tu cruz y sígueme; así estarás seguro de encontrarme”.
Más tarde, por acción de la Virgen, se convierte en un gran predicador.
Sus superiores, viendo tanta virtud, quisieron que no permaneciera más oculta, sino que brillara a la luz del mundo. Por ello lo designaron para dedicarse a la predicación y Bernardino obedeció; pero como su voz era débil y ronca, no conseguía llegar al número de fieles que se reunían para oírlo. “No se desanimó, sino recurrió a la Santísima Virgen, que inmediatamente dio robustez y claridad a su voz, y le adornó con todas las cualidades de un buen predicador”.
Después de sus prédicas, los hombres iban a depositar entre sus manos los dados, las cartas y los otros instrumentos de juegos prohibidos, las mujeres traían a sus pies sus ornamentos, cabellera, tejidos, perfumes y otros productos que la vanidad inventó para perder las almas, queriendo embellecer demasiado sus cuerpos.
La palabra de Dios en su boca era como una espada cortante y como un fuego que consume lo que hay de más duro y más resistente. Así, le llamaban Trompeta del Cielo, el Predicador del Evangelio.
Su vida fue muy rica en matices y su Amor a la Santísima Virgen siempre lo desbordó todo.
En medio de sus muchas actividades apostólicas escribía, reseñando entre sus obras los tratados de la Religión Cristiana, del Evangelio Eterno, de la Vida de Jesucristo, del Combate Espiritual, además de Meditaciones y Sermones.
San Bernardino murió el día de la Ascensión de 1444 en L’Aquila cuando tenía 64 años.
Como vemos, es un buen intercesor si acudes hoy a él para pedirle