Pascua 2016
¡¡No llores!!
- No, no! No lloréis hermanos. Le hemos encontrado vivo.
- Pero... ¿Qué dices? Como no vamos a llorar si ha estado perdido tres días. No estaba no con su madre, no con su padre no con la comitiva.
- No lloréis!! Está vivo. María la de Magdala lo ha visto y ha hablado con Él. Estuvo también tres días oculto a nuestros ojos, pero ha aparecido.
- Entonces... ¿Es el mismo que aquel niño encontrado por sus padres el tercer día en el Templo?
- Exacto hermano. te lo aseguro es el mismo y ha resucitado.
- ¿Y María? Su madre ¿dónde está?
- En casa de Juan. Orando. Ella ya lo sabía y desde su muerte no ha dejado de orar.
- Entonces era verdad lo que decía el Maestro, pero yo no acababa de entenderlo. Ahora lo veo claro. Por fin mis cadenas se han roto ¡soy libre!
¡Dios mío, Señor mío! ¿Eres tú? Has resucitado por mi. Me has liberado del pecado. Con tu Resurrección el hombre tiene una nueva dimensión. Ya nunca tendré miedo porque me amas. Pero...¿Qué clase de Amor es ese, el tuyo?Nunca me había sentido amado de esta manera. No me cabe en la cabeza y sin embargo, me siento aliviado.
Hoy es el triunfo de Cristo sobre la muerte.
¡¡ Alabado seas, mi Señor !!
¡¡ Aleluya !!
Carta de León XIII sobre S. José
1. Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan oraciones especiales en el mundo entero, para que las intenciones del Catolicismo puedan ser insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerará como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno para inculcar nuevamente el mismo deber. Durante periodos de tensión y de prueba —sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es permitida a los poderes de la oscuridad— ha sido costumbre en la Iglesia suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo a la intercesión de los santos —y sobre todo de la Santísima Virgen María, Madre de Dios— cuya tutela ha sido siempre muy eficaz. El fruto de esas piadosas oraciones y de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano, hecha patente. Ahora, Venerables Hermanos, ustedes conocen los tiempos en los que vivimos; son poco menos deplorables para la religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de miseria para la Iglesia. Vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la joven generación diariamente con costumbres y puntos de vista más depravados; la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad. Estas cosas son, en efecto, tan notorias que no hace falta que nos extendamos acerca de las profundidades en las que se ha hundido la sociedad contemporánea, o acerca de los proyectos que hoy agitan las mentes de los hombres. Ante circunstancias tan infaustas y problemáticas, los remedios humanos son insuficientes, y se hace necesario, como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino.
2.
Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario dirigirnos
al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y
constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso. Estando próximos al mes de
octubre, que hemos consagrado a la Virgen María, bajo la advocación de
Nuestra Señora del Rosario, Nos exhortamos encarecidamente a los fieles a
que participen de las actividades de este mes, si es posible, con aún
mayor piedad y constancia que hasta ahora. Sabemos que tenemos una ayuda
segura en la maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que
jamás pondremos en vano nuestra confianza en ella. Si, en innumerables
ocasiones, ella ha mostrado su poder en auxilio del mundo cristiano,
¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve la asistencia de su
poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y constantes
plegarias? No, por el contrario creemos en que su intervención será de
lo más extraordinaria, al habernos permitido elevarle nuestras
plegarias, por tan largo tiempo, con súplicas tan especiales. Pero Nos
tenemos en mente otro objeto, en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado
en ustedes, Venerables Hermanos, avanzarán con fervor. Para que Dios
sea más favorable a nuestras oraciones, y para que Él venga con
misericordia y prontitud en auxilio de Su Iglesia, Nos juzgamos de
profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar continuamente con
gran piedad y confianza, junto con la Virgen-Madre de Dios, su casta
Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del mayor
agrado de la Virgen misma. Con respecto a esta devoción, de la cual Nos
hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda
que no sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se
encuentra establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo. Hemos
visto la devoción a San José, que en el pasado han desarrollado y
gradualmente incrementado los Romanos Pontífices, crecer a mayores
proporciones en nuestro tiempo, particularmente después que Pío IX, de
feliz memoria, nuestro predecesor, proclamase, dando su consentimiento a
la solicitud de un gran número de obispos, a este santo patriarca como
el Patrono de la Iglesia Católica. Y puesto que, más aún, es de gran
importancia que la devoción a San José se introduzca en las prácticas
diarias de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al
pueblo cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.
3.
Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado
especial patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia
espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del
hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús. De
estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria. Es cierto
que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir
más sublime; mas, porque entre la santísima Virgen y José se estrechó un
lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la
que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se
acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y
amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que,
si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo
como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la
honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto
conyugal, en la excelsa grandeza de ella. El se impone entre todos por
su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en
la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía
que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel
honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres. De
esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza pone en la
cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el
custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y
durante el curso entero de su vida él cumplió plenamente con esos cargos
y esas responsabilidades. El se dedicó con gran amor y diaria solicitud
a proteger a su esposa y al Divino Niño; regularmente por medio de su
trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido
de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos
de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en
la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de
la Virgen y de Jesús. Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con
la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente
Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de
Jesucristo, ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz
en el Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención;
Jesucristo es, de alguna manera, el primogénito de los cristianos,
quienes por la adopción y la Redención son sus hermanos. Y por estas
razones el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos que
conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta
ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto
que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta
paternal autoridad. Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del
bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente
en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda
con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.
4.
Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas consideraciones
se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número
de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los
tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el
primero por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la
Sagrada Familia. Y ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el
mismo nombre —un punto cuya relevancia no ha sido jamás negada— ,
ustedes conocen bien las semejanzas que existen entre ellos;
principalmente, que el primer José se ganó el favor y la especial
benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de José su
familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; que —todavía más
importante— presidió sobre el reino con gran poder, y, en un momento en
que las cosechas fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los
egipcios con tanta sabiduría que el Rey decretó para él el título de
“Salvador del mundo”. Por esto es que Nos podemos prefigurar al nuevo en
el antiguo patriarca. Y así como el primero fue causa de la prosperidad
de los intereses domésticos de su amo y a la vez brindó grandes
servicios al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el
custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y
el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el
reino de Dios en la tierra. Estas son las razones por las que hombres de
todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela del
bienaventurado José. Los padres de familia encuentran en José la mejor
personificación de la paternal solicitud y vigilancia; los esposos, un
perfecto de amor, de paz, de fidelidad conyugal; las vírgenes a la vez
encuentran en él el modelo y protector de la integridad virginal. Los
nobles de nacimiento aprenderán de José como custodiar su dignidad
incluso en las desgracias; los ricos entenderán, por sus lecciones,
cuáles son los bienes que han de ser deseados y obtenidos con el precio
de su trabajo. En cuanto a los trabajadores, artesanos y personas de
menor grado, su recurso a San José es un derecho especial, y su ejemplo
está para su particular imitación. Pues José, de sangre real, unido en
matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre
del Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del
artesano el necesario sostén para su familia. Es, entonces, cierto que
la condición de los más humildes no tiene en sí nada de vergonzoso, y el
trabajo del obrero no sólo no es deshonroso, sino que, si lleva unida a
sí la virtud, puede ser singularmente ennoblecido. José, contento con
sus pocas posesiones, pasó las pruebas que acompañan a una fortuna tan
escasa, con magnanimidad, imitando a su Hijo, quien habiendo tomado la
forma de siervo, siendo el Señor de la vida, se sometió a sí mismo por
su propia libre voluntad al despojo y la pérdida de todo.
5.
Por medio de estas consideraciones, los pobres y aquellos que viven con
el trabajo de sus manos han de ser de buen corazón y aprender a ser
justos. Si ganan el derecho de dejar la pobreza y adquirir un mejor
nivel por medios legítimos, que la razón y la justicia los sostengan
para cambiar el orden establecido, en primer instancia, para ellos por
la Providencia de Dios. Pero el recurso a la fuerza y a las querellas
por caminos de sedición para obtener tales fines son locuras que sólo
agravan el mal que intentan suprimir. Que los pobres, entonces, si han
de ser sabios, no confíen en las promesas de los hombres sediciosos,
sino más bien en el ejemplo y patrocinio del bienaventurado José, y en
la maternal caridad de la Iglesia, que cada día tiene mayor compasión de
ellos.
6.
Es por esto que —confiando mucho en su celo y autoridad episcopal,
Venerables hermanos, y sin dudar que los fieles buenos y piadosos irán
más allá de la mera letra de la ley— disponemos que durante todo el mes
de octubre, durante el rezo del Rosario, sobre el cual ya hemos
legislado, se añada una oración a San José, cuya fórmula será enviada
junto con la presente, y que esta costumbre sea repetida todos los años.
A quienes reciten esta oración, les concedemos cada vez una indulgencia
de siete años y siete cuaresmas. Es una práctica saludable y
verdaderamente laudable, ya establecida en algunos países, consagrar el
mes de marzo al honor del santo Patriarca por medio de diarios
ejercicios de piedad. Donde esta costumbre no sea fácil de establecer,
es al menos deseable, que antes del día de fiesta, en la iglesia
principal de cada parroquia, se celebre un triduo de oración. En
aquellas tierras donde el 19 de marzo —fiesta de San José— no es una
festividad obligatoria, Nos exhortamos a los fieles a santificarla en
cuanto sea posible por medio de prácticas privadas de piedad, en honor
de su celestial patrono, como si fuera un día de obligación.
7.
Como prenda de celestiales favores, y en testimonio de nuestra buena
voluntad, impartimos muy afectuosamente en el Señor, a ustedes,
Venerables Hermanos, a su clero y a su pueblo, la bendición apostólica.
Dado en el Vaticano, el 15 de agosto de 1889, undécimo año de nuestro pontificado.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)