El carácter velado de la gloria del
Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras a María
Magdalena: "Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y
diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Esto
indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y
la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez
histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
Esta etapa está unida a la primera bajada
del cielo realizada en la Encarnación. Nadie ha subido al cielo sino el que
bajó del cielo, el Hijo del hombre. Dejada a sus fuerzas naturales, la
humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre", a la vida y la
felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, ha
querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su
Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino.
La elevación en la Cruz significa y anuncia
la elevación en la Ascensión al cielo. Jesucristo penetró en el mismo cielo
para presentarse ante el acatamiento de Dios a favor nuestro. En el cielo,
Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. Como "Sumo Sacerdote de los
bienes futuros" es el centro y oficiante principal de la liturgia que
honra al Padre en los cielos.
Cristo, desde entonces, está sentado a la
derecha del Padre: " Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor
de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los
siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después
de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" ( San Juan
Damasceno).
Sentarse a la derecha del Padre significa la
inauguración del reino del Mesías. A partir de este momento, los apóstoles se
convirtieron en los testigos del " Reino que no tendrá fin".
La Ascensión de Jesucristo marca la entrada
definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios de donde ha
de volver, aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres.
Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos
precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su
cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente.
Jesucristo, habiendo entrado una vez por
todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el
mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.